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miércoles, 24 de octubre de 2012

“Skilled worker serás tú”

                                     “Skilled worker serás tú


Por: Taimí Antigua Lorenzo

Hacía dos meses que había llegado a Canadá junto a mi esposo a través del programa de Inmigración Independiente "Skilled Workers". Andaba buscando empleo de cualquier tipo y no encontraba nada. Mi esposo había logrado un trabajo, y aunque no se trataba de algo profesional, él decía que era un buen comienzo. Mi corazón había comenzado a llenarse de pena y preocupación.

İTenía tantas ilusiones antes de emigrar! Ya me estaba empezando a sentir mal en la tierra donde los árboles dan miel, cuando vi el anuncio aquel para trabajar en “Star Mail y se me iluminó el rostro.

Eso seguro que era una oficina de correos. No debía ser difícil trabajar en un lugar así, pensé. Sobretodo, no haría falta hablar mucho inglés. ¡Cómo no se me había ocurrido antes! İAdiós a las clases de inglés! Sólo aprendía a escribir un poco, pero para hablar, lo que se dice “HABLAR, no me estaban sirviendo de mucho.

Miré el mapa en el Google, cogí la mochila y una botella de agua. Tras dos cambios de autobús y de cruzar una línea férrea que travesaba una carretera sin aceras, no me fue difícil vislumbrar aquel almacén. No tuve problemas para explicar que quería la posición anunciada. Sólo tuve que llenar una planilla y me dijeron que podía empezar al día siguiente. El trabajo sería únicamente tres días a la semana, pero encantada acepté su oferta. De no tener nada, aquello sería un buen comienzo. Aunque no trabajaría en una oficina de correos vistiendo un uniforme, sería, por lo visto, una ocupación estable.

Feliz por haber logrado mi primer empleo en Canadá, al día siguiente salí temprano con otra botella de agua y una hamburguesa en la mochila.

Aquel almacén olía a basura y a curry. Una hispana con cuerpo de boxeador nos dio las indicaciones de cómo empacar los flyers. Por un lado tenía a un viejo que olía a ron, y por el otro, una pirámide de periódicos. Nada indicaba que aquello fuera demasiado engorroso, sino todo lo contrario. Tenía que estar parada frente a una mesa de madera cruda y meter en un nylon los flyers doblados en un orden determinado. Luego con una tablita aplastaba el paquete para alisarlo. İY para el saco!

-¿Cuántos sacos debo llenar en cada jornada?, le pregunté de lo más inocente a “la jefa.

- Estás atrasada, me respondió sin mirarme.

- ¿Pero la norma diaria es de … ? 

No pude terminar la pregunta porque se volvió hacia mí con una mirada que nada tenía que ver con el amor entre personas de la misma raza o cultura. Mirándome fijamente y clavándome unos ojos amarillentos me dijo lo mismo: “estás atrasada, eres la más lenta.

Seguí trabajando al mejor ritmo que pude. Mis uñas arregladas al estilo francés comenzaron a quebrarse. Con los dientes  me las fui cortando para que no quedaran colgadas por las esquinas.

Como a las cuatro horas, noté que la epidermis de mis deditos acostumbrados a teclear frente a una computadora empezó a desaparecer. Estaban en carne viva, muy rosados, casi rojos.

Una hispana que trabajaba en la mesa de en frente, me dijo:

-¿No traíste una esponjita con agua?

-No, ¿por qué?

-¿No sabes que la tinta de estos periódicos es venenosa? 
 İOh oh! İLa situación se empezó a poner mala! Ya me habían explicado mil veces en Cuba que el capitalismo era un sistema despiadado. Nada bueno podía salir de de este trabajito donde no requerían de ninguna certificación.

Cuando ya no podía del dolor en las rodillas, sonó una especie de timbre y todo el mundo paró. Salimos a un patio donde había varias mesas de madera con bancos. Saqué mi hamburguesa y pensé que aquello que había pensado minutos atrás había sido una idea desafortunada. İQué iba a ser malo el capitalismo con unas hamburguesas así! İNo, señor!

Las hispanas se sentaron juntas a comer y hablar de sus asuntos. Luego las escuché decir que: “total, si el trabajo en las farms era peor”. Yo las observada de reojo y me preguntaba si podría existir realmente algo más duro que empacar flyers. A los quince minutos sonó nuevamente el timbre. İA trabajar!

Por ser lunes el trabajo era de 12:00 P.M. a 8:00 P.M. Había perdido la cuenta de cuántas bolsas había ya rellenado de flyers y tirado en el cajón del centro del almacén. Cada vez que tiraba una bolsa, pasaba por una mesa y marcaba una rayita junto a mi nombre.

De pronto aquellas mujeres de la mesa de enfrente comenzaron a hablar de no sé qué misa a donde habían asistido el domingo anterior. Y yo con la boca cerrada, que de religión no sabía casi nada. Para eso Fidel Castro nos había adoctrinado desde chiquitos con aquel lema de: "Pioneros por el comunismo, seremos como el Ché". Así que mejor no hablaba y seguía apurándome empacando los dichosos flyers. Yo había decidido no ser como el Ché, y quería ganarme la vida, para eso me había ido, ¿o no? Pues ni las escuches y sigue en lo tuyo, pensé.

Al rato, aquellas mujeres musculosas empezaron a hablar de un recién concluido concurso de belleza en la ciudad. Al parecer, un concurso organizado por hispanos que se realizó poco antes de que yo hubiera llegado a la ciudad. No paraban de criticar a las ganadoras: que si la mayoría de las concursantes eran feas, que si hasta habían participado dos rumanas, una árabe y una rusa. Yo oía sin decir palabra. Trabajaban como máquinas y hasta hacían chistes que me dibujaban una sonrisa de vez en cuando.

Pero el buen efecto de sus chistes me duró poco. Tenía pensado salir a las 10:00 P.M. y así disponer de quince minutos para llegar a la calle donde pasaba mi autobús a las 10:25 P.M. Era el último de aquella ruta cada noche. Llegar a mi casa caminando casi imposible; diría que impensable en aquel, mi primer otoño canadiense. Si ese era el otoño, ¡pobre de mí cuando llegara el invierno!

La voz de aquella mujer sonó estridente en el almacén. Con mi inglés “de palo” entendí que la jornada se alargaría hasta que se terminaran de empacar las pilas de flyers amontonados en el suelo: los de Zellers, de SEARS, de Food Basics, y así todos los de las tiendas locales.

Se me hizo un nudo en la garganta y seguí empacando. Terminamos a las 11:30 P.M. aquella jornada. Por suerte, afuera estaba mi esposo en el carro de un amigo esperándome. Por aquellos días no teníamos automóvil aún. Regresé extenuada. Tras darme un baño, caí rendida en el colchón que teníamos por cama hasta las 5:30 A.M. cuando sonó el reloj.

Otra jornada, estaba más muerta que viva, pero para eso había venido a Canadá: a trabajar por un futuro mejor. Así que levanté mi ánimo y mi trasero de la cama. Me puse mis botas altas con punta de acero. Tras un elemental desayuno, salí nuevamente a enfrentarme al “capitalismo cruel y brutal” que me habían descrito, con absoluto desprecio, en las clases de Economía Política en mi lejana isla de Cuba.

De nuevo el mal olor del almacén, de nuevo aquellas mujeres hablando pestes de otras hispanas, de nuevo las astillas de madera acabando con mis manos sólo acostumbradas al trabajo de oficina, de nuevo el cansancio, de nuevo el pensar sobre el origen del capital y la plusvalía, de nuevo pensar en el proletariado mundial, en Lenin, en Marx y en Engels. “Que si la plusvalía es la parte del trabajo que el capitalista no le paga al obrero y...bla bla bla…”.

¡Oh Canadá!, el himno de mi nuevo país me venía a la mente. Aguantaba el cansancio y llenaba sacos de lona. Los arrastraba mientras pensaba “Skilled Workers, Skilled Workers”. Hasta que la jefa vociferó:

-Today until 9:00 P.M.!

Eran las once de la mañana y el dolor en las piernas me estaba matando. Tenía los dedos engarrotados y por la esquinas las uñas dejan ver hilillos finos de sangre seca.

Caminé hasta la mesa del libro de apuntes. Miré a la jefa del almacén “Star Mail”, y le dije lo que me pareció bien sin pensarlo mucho:

-Sorry, I am not ready for this job. So, I quit.

-OK, fue toda su respuesta.

-When can I receive my payment?, atiné a preguntar pensando en que algo de dinero debía haberle tumbado al capitalismo.

-Come back next Thursday in the morning.

Caminé despacio las cinco cuadras que me separaban de la parada. Llegué temprano al apartamento, sólo quería dormir. En la entrada del edificio quedaba un paquete de flyers de la semana anterior; pasé por su lado y  arrugué mi nariz  haciendo una mueca.

- Eh!, ¿y eso que llegaste tan tempranito hoy?, me preguntó mi esposo cuando llegó del trabajo.

Lo miré y le dije: ¿Skilled Workers, no? İSkilled Worker serás tú!


"La experiencia canadiense"

                               "La experiencia canadiense"

 

 

Sí, seguro que usted también pasó por lo mismo, o por algo parecido.
Llegué dispuesta a hacer cualquier trabajo. No pensé nunca que ese “cualquier trabajo” podía no aparecer nunca. No bastaba con mi disposición, el problema era cómo acceder.

Había cambiado mi Resume varias veces. Si quería trabajar en un restaurante, borraba que tenía un título universitario y añadía que había trabajado en un restaurante en La Habana. Si quería trabajar en una fábrica, tenía listo otro Resume donde mi experiencia de trabajo había sido como empacadora en la fábrica de helados Coppelia en Cuba. Si quería un empleo en una tienda, mi Resume sólo mostraba que yo había terminado el grado 12 y que tenía experiencia como vendedora de una tienda en mi país de origen. ¡Era una locura! Lo mismo si decía la verdad, que si la modificaba. Nada aparecía.
Buscar trabajo es en sí mismo un trabajo. Pero aquí se le vuelve un problema a cualquiera pues es como la vieja historia de quién fue primero: ¿la gallina o el huevo? Me exigían tener la dichosa “experiencia canadiense”. Pero, ¿Cómo iba a tenerla si nadie me empleaba?

Hasta que un día leí en el periódico local sobre un Centro de Empleo para atender a inmigrantes profesionales. Concerté una cita y allá fui dispuesta y feliz. Coincidentemente era el día de mi cumpleaños 38 y pensé que sería un día “fasti”, como decían los romanos. Pero la alegría no me duró mucho.

La trabajadora que me atendió era una hispana muy atenta. Su posición allí era como Consejera de Empleo. Ya pasaba por canadiense de tantos años que llevaba viviendo en Canadá: pelo rubio con iluminaciones y un inglés impecable, además de un aceptable francés. De manera discreta me pidió que en frente de otros empleados sólo le hablara en inglés.

Me dio a llenar varias planillas y me explicó algunas opciones de trabajo que se adecuaban a mi perfil profesional. Además, me dijo cómo debía hacer para lograr que mi diploma universitario me fuera reconocido en Ontario.

Pasaron los días y no me llamaba. Cuatro meses después de aquel encuentro, un hispano que iba conmigo a la escuela de inglés me dijo que la Consejera de Empleo me mandaba saludos. Como a los quinces días me envió un e-mail citándome. En aquel segundo encuentro me llenó la cabeza de ilusiones.

Entendí que mi trabajo tenía que conseguirlo por mis propios esfuerzos. Mientras tanto, seguí yendo a la escuelita de inglés, sabía que mi mejor instrumento para avanzar en mi patria adoptiva era hablar bien el idioma: “o lo dominas bien, o no te insertas, me repetía a mí misma constantemente.

La Consejera de Empleo me tuvo digamos que “entretenida” por varios meses. Una vez al mes me llamaba, analizaba papeles y más papeles conmigo, sitios web del área  y otros del gobierno. Algo me decía en mi interior que aquello era pura pérdida de tiempo.

Comencé a pensar que Canadá era el país de los papeles. Me daban papeles de todo tipo en todos los lugares; mi buzón siempre estaba lleno de anuncios, por la rendija de la puerta del apartamento me ponían papeles del administrador del edificio, de flyers de las tiendas, en fin. İ Cómo se nota que hay árboles para hacer papel aquí! 

Una mañana en lugar de ir a la escuela, entré a una agencia empleadora donde me atendieron muy bien. A los dos días me llamaron para que me presentara en una fábrica a trabajar. Ni pregunté en qué consistía el trabajo. Aquel día cargué en mi mochila unas botas de seguridad con punta de acero que me habían exigido usar. Estaba asustada y miraba constantemente por la ventanilla del autobús con miedo a no bajarme en la parada correcta.

Hasta que al fin llegué.  Era una edificación enorme de un solo piso. Le di la vuelta dos veces a aquella mole de concreto, pero aunque nadie me crea ¡nunca encontré la puerta de entrada! Aquella edificación color gris tenía varias aberturas donde estaban parqueados algunos de esos gigantescos camiones de carga. Yo no tenía ni un teléfono celular entonces como para llamar a la agencia y preguntar.

Decepcionada, regresé a mi apartamento. En el teléfono tenía un mensaje donde me decía que por haber llegado tarde a mi primer día de trabajo, no me querían como su empleada.

Entonces continué asistiendo a mis clases de inglés. Un día la Consejera de Empleo me dijo que fuera a verla a otro local en el norte de la ciudad donde ella trabajaba por las tardes. Mi cita era en una fría tarde de invierno. Tuve que tomar dos autobuses para llegar hasta allá. Como no conocía la ciudad, caminé en sentido opuesto a donde estaba aquel Centro de Empleo. Cuando me di cuenta, pregunté a la única persona que se cruzó conmigo en la acera y me explicó que debía caminar en sentido contrario y atravesar un cementerio. Le di las gracias y respiré profundamente.

Era febrero, y yo, con tal de hacer algo para que apareciera “mi trabajo, estaba dispuesta a todo. Y cuando les digo todo, era todo. ¿Porque quién me diría a mí que iba a tener valor para atravesar sola un cementerio? Así mismo: para llegar a aquel centro debía atravesar un cementerio. Y no sé si en todo este país es igual, pero ya había visitado varias ciudades en Ontario donde había cementerios dentro de las ciudades y no en las afueras. Éstos no tenían cercas; uno pasaba por la acera y si estiraba un poco un brazo ¡hasta podía tocar una lápida cualquiera! Los atravesaban calles, y pasar por ellos era tan normal como circular por cualquier calle.

Bajo tremenda nevada pasé por entre las tumbas con mucho respeto y a la vez cierto recelo: como si se trataran de monumentos de recordación a los caídos. Ni un alma viva se cruzó conmigo. Aquí muy poca gente camina, casi todo el mundo anda en su carro, y más en invierno. Pero yo no tenía ni carro ni la menor idea de cuándo podría comprarme uno; así que lo atravesé en compañía de las almas difuntas. No fue tan raro pues de cierta forma yo también me sentía medio difunta. İEra tan extraño andar por esos parajes! A veces me preguntaba: ¿No estaría viviendo ya en otra vida?

Aquella cita fue como las anteriores: un apretón de manos muy afectivo, una gran sonrisa cálida que a veces parecía reconfortarme y darme esperanzas, luego más papeles y más charla. Si no había otro empleado cerca me daba algunos consejos en español. Al terminar de escuchar sus recomendaciones, firmar su libro (para que ella demostrara que yo asistía a sus citas, me imagino ahora), como tantos otros buscadores de empleo. Al final para lograr nada.
Aquel día aproveché y me quedé un rato más en la biblioteca de aquel Centro de Empleo, a consultar en Internet algunos sitios web de empleo local. De todas formas el autobús que debía tomar para regresar no pasaba hasta dentro de una hora y de nada me valía esperar en la parada a unos 22 grados Celsius bajo cero.

Al salir vi que la Consejera se montaba en un precioso auto rojo, se cubría con un largo abrigo de piel parecido a los que yo contemplaba en SEARS, pensando que algún día podría comprármelo. Sí, cuando tuviera empleo me compraría uno con guantes a juego. También me compraría mi primer carro y mi primera casa a crédito, como se hace aquí. Imaginaba cuánto iba a cambiar mi vida cuando lograra un trabajo decoroso.

Luego, en la escuela donde mejoraba mi inglés, supe que varios de mis compañeros hispanos también tenían citas con esa “Consejera” de manera regular. Muchos de ellos, al salir de las clases, trabajaban fregando platos o en compañías de limpieza,”por debajo de la mesa”, como se dice por acá, para no perder su subsidio de desempleo.

La Consejera era hispana como yo, y si creí al principio que por eso iba a ayudarme, estuve equivocada. Mi problema no era el suyo, tampoco los de quienes iban a verla buscando “la lucecita en la salida del túnel”. Ella ya tenía un trabajo bien remunerado y seguramente cobraba sus buenos cheques. Daba lo mismo si quiénes "éramos atendidos resolvíamos un trabajo o no. En definitiva, ella nos había recibido y aconsejado.

Tiempo después la vi en WALMART empujando un carrito lleno de compras.
Se hizo la que no me vio, y yo hice igual.

Para ese entonces un cubano, amigo de otra amiga, me había dado empleo en su empresa. No era en lo absoluto algo relacionado con mi profesión, pero al menos era una ocupación fija en una tienda de ropa masculina. Cuando me contrató fue claro y me dijo: “Mija, al menos para que cojas la experiencia canadiense”. Sí, - pensé sin decir palabra-, ya sé en qué consiste la “experiencia canadiense.